Pasión por el Derecho
En él básicamente lo que plantea es que el Derecho, una ciencia que
estudia y se enfoca en la sociedad para identificar las causas de sus
conflictos también es de paradojas, de tensiones y contradicciones incluso,
dice él, hasta incompresibles. De ahí que surjan “pasiones por el Derecho o
pasión contra el Derecho”.
El Derecho,
como producto humano, histórico, es una creación cultural que no se explica sin
la existencia de pasiones: de la venganza y el despecho, a la codicia o los
celos, de la envidia a la ira o al afán de gloria, al igual que sucede, sin ir
más lejos, con la economía, según nos explicaron aquellos escoceses
dieciochescos que, al tiempo que economistas, eran filósofos dedicados al
estudio de los sentimientos y pasiones morales.
Convendría
comenzar por obviedades, como la que nos recuerda que el del Derecho no es ese
mundo frío, artificial, desencarnado, que algunos pretenden. No lo es, porque
el Derecho arraiga en los intereses, necesidades, sentimientos y pasiones
humanas.
El Derecho
encuentra su mejor sentido en el marco del proyecto civilizatorio sobre el que
cavilaran Platón, Aristóteles y los estoicos: no trata de eliminar las pasiones
—una tarea, por lo demás, imposible— sino de someterlas a la razón, mediante
hábitos virtuosos. Ese proyecto, recuerdo, encuentra distintas vías
civilizatorias. La de la paideia, la buena educación consiste en enseñarlas,
aprenderlas y hacerlas propias. La del Derecho, más realista, consiste en
proponerlas como normas, esto es, con el refuerzo de la fuerza, la coacción,
que permite imponerlas.
El peso de la
fuerza que acompaña inexorablemente al Derecho, disminuirá en la medida en que
el proceso civilizatorio alcanza lo que llamamos legitimidad democrática del
Derecho: es decir, en la medida en que lo que se propone como pautas de
comportamiento (hábitos virtuosos) se haya convertido en virtudes cívicas
exigibles y aceptables. Eso sucede cuando esto se proponen como pauta a seguir
comportamientos que la mayoría acepte, racionalmente, como virtuosos, en el
sentido de imprescindibles e incuso deseables para los objetivos de convivencia
que se han decidido por común (mayoritario) acuerdo. Pero no desaparece.
E incluso
puede retornar con mayor acuidad, haciéndonos sentir que ese Derecho es sólo pasión
desbocada, violencia. No olvidemos que, frente a quienes sostienen una
caricatura del Derecho y de los juristas, en particular de los jueces, como un
mundo frío, ajeno a los sentimientos de la gente común y corriente, alejado de
lo que preocupa en la calle, cabría apuntar que, en no pocos casos, podría ser
más bien que esas normas y, sobre todo, esas interpretaciones de los juristas
que nos chocan, fueran el fruto de intereses, sentimientos y pasiones propios,
ajenos a los de la mayoría.
Las pasiones, contra el Derecho
Hay pasiones
por el Derecho y pasiones contra el Derecho. Sin duda, la experiencia del
terribile diritto, que dijera Rodotá, genera pasiones negativas frente al
Derecho (miedo, desconfianza, e incluso ira antijurídica), aunque en no pocas
ocasiones de forma contradictoria, como creo que sucede hoy, tal y como se
ejemplifica sobre todo en las redes sociales pero también en no pocos medios de
comunicación tradicionales: prensa, radio, televisión.
De un lado,
hay que estar ciego para no detectar hoy el crecimiento exponencial de ese
anhelo del Derecho que ejemplificaba Shylock: cómo crece sin medida la pasión
litigante, cómo florece la pasión legiferante, reglamentista sobre los aspectos
más nimios, hasta qué punto bordeamos esa otra pasión de monopolio del Derecho
que lleva al extremo del RichterStaat, un gobierno de quienes en puridad no
deben ser gobernantes sin guardianes, los jueces, o como la pasión vindicativa
propia del justiciero, al que da alas el populismo penal, desarrolla una marea
prohibicionista que, a 50 años de mayo del 68 y de su prohibido prohibir,
parece querer prohibir y castigar sin descanso.
Al mismo
tiempo, asistimos también a un aparente descrédito o desconfianza generalizada
sobre el Derecho que generalmente se presenta como miedo ante la fuerza del
Derecho, pero que a veces alcanza otro grado, otra pasión: la furia contra el
Derecho, al menos contra quienes nos dicen qué es Derecho. Y, entre ellos,
abogados y jueces, contra los que nuestro refranero nos previene (“tengas
pleitos y los ganes”). Es lo que ejemplifica Shakespeare en boca del carnicero
Dick de su Enrique VI: “Let’s skill all the lawyers!”.
Pues bien,
creo que hoy abunda otra pasión que, a falta de mayores precisiones,
describiría como menosprecio por el Derecho, desde trincheras ideológicas que
no son las habituales (las tesis anarquistas, comunistas o libertarias) sino
muy otras: por ejemplo, ciertas versiones del nacionalismo, ciertas versiones
del feminismo. Pero también desde las alturas —o abismos, quizá— de la ciencia,
en particular de parte de un tipo de científicos sociales al alza (mediáticos,
digámoslo), a los que no se les cae de la boca la advertencia sobre lo
importante que es “la política” y la necesidad de superar el torpe recurso al Derecho
y a sus instrumentos, algo secundario, claro. Una displicente actitud a la que
no son ajenos no pocos periodistas y comunicadores.
Hablo, por
ejemplo, de esos escenarios que dominan escribidores y locutores (me cuesta
llamarles periodistas) que jalean el linchamiento de jueces machistas,
prevaricadores, corruptos y demás despreciable ralea y que nos explican —desde
su contacto privilegiado con la realidad y, al parecer, de su dominio sobre los
más recónditos arcanos del Derecho— cuándo tal o cuál comportamiento es
ilícito, cuándo es justa o abominable una sentencia (que no acostumbran a leer,
ya no digo estudiar, sino que critican en el momento mismo en que se anuncia),
todo ello adornado con insólitos conocimientos procesales, que deben sobre todo
a gargantas profundas de los pasillos de tribunales, más que a las aburridas y
nada glamurosas horas de estudio. Y lo hacen porque saben lo que piensa y
quiere como justo la calle, que es algo muy distinto de lo que han secuestrado
como justo los clérigos que administran (usurpan) el (verdadero) Derecho.
Aún más
preocupante me parece el caso de admirados politólogos que, desde la tribuna de
la ciencia (que muchas veces parece más bien púlpito de predicador) nos
aleccionan sobre cuándo hay un delito de rebelión, sedición o simplemente una
manifestación cívica con algún toque gamberro, a base de lecturas de Wikipedia
sobre el Código Penal, como si el Derecho no mereciera mayor atención. Lo hemos
visto recientemente en artículos que argumentan sobre la menudencia o aun
irrelevancia jurídica y política de las actuaciones del Govern nacionalista de
la Generalitat de Catalunya y de su Parlament, frente a la que proclaman única
amenaza real para la democracia, la del monstruo del nacionalismo español: todo
ello sin haber leído aparentemente una página de las que Kelsen dedica a los
coup d’Etat jurídicos en su Teoría pura del Derecho. Parece como si quisieran
instruirnos: dejemos esto del Derecho, que al fin y al cabo lo podemos cambiar
cuando queramos y vayamos a lo importante.
No me resisto
a apuntar, por cierto, que aún estamos esperando que esos gurús nos expliquen
cómo se puede hacer política, no ya excelsa sino simplemente civilizada —es
decir, algo mejor que la nuda imposición de la voluntad del que más puede—, sin
el recurso al Derecho. Y que nos expliquen también dónde quedarían los
intereses del común —no digamos de los más vulnerables— si todo fuera
negociación (“pónganse a hablar”, conminan esos iluminados), olvidando que, si
se trata de negociar sin más, como pregonan, más allá de los tediosas y
estériles normas, instituciones, procedimientos y sanciones del artefacto
jurídico, la palabra quedaría como atributo exclusivo de los que están de facto
en condiciones de hacer o dictar el negocio. Monopolio de una élite que ya no
son reyezuelos perezosos y viciosos, ni tampoco juristas entogados, sino
elegantes CEO y ejecutivos con más desprecio e ignorancia por las necesidades y
preocupaciones del común de los mortales que la que exhibían aquellos déspotas
con los que aún quieren asustarnos.
Claro, lo de
negociar adquiere un tinte distinto si se trata de negociar bajo el imperio del
Derecho (hablo del Estado de Derecho), lo que, por cierto, no tiene nada que
ver con esa pretensión —a mi juicio, inaceptable— de “negociemos sin
condiciones previas” como, por ejemplo, ha vuelto a enunciar por enésima vez el
Sr. Torra en nombre de una Catalunya que dice representar (cuando está
enfrentado a la mitad de los catalanes). Eso, a mi juicio, es incitar al
enfrentamiento de pasiones, a ver quién resiste y puede más, reafirmándose en
las suyas.
Al cabo,
sabemos que la pregunta sobre la desaparición de las pasiones, convertidas en
normas que sirven para racionalizarlas y obtener acuerdos respetables, tiene
una respuesta negativa. Las pasiones siguen ahí, presentes en todos los
ciudadanos y más difíciles de someter cuando se trata de quienes tienen poder.
También, evidentemente, en los propios juristas, por más que a ellos les
exigimos un plus, que está implícito en la iconografía de la justicia: la
balanza, el equilibrio, nos habla de esa racionalización de las pasiones, como
también la venda que cubre los ojos de la justicia. En caso contrario, la
espada con que se adorna nos parecería una exacción y, como planteara San
Agustín, no habría al cabo distinción entre el mandato del Derecho y el de una
banda de ladrones. La consecuencia es clara: hay que vigilar con mayor atención
las pasiones de quienes tienen el poder. No hace falta haber leído a Foucault
para llegar a esa conclusión, pero su lectura ayuda a entender de qué poder y
de qué justicia debemos hablar.
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