martes, agosto 14, 2018

Áreas protegidas

Alvaro Hernando Cardona González

Un área protegida es una zona definida geográficamente que se designa especialmente como tal, y se regula y administra con el fin de alcanzar objetivos específicos de conservación natural in situ. En otras palabras, lo que se busca cuando se declara una parte del territorio nacional como área protegida, es mantener la composición, estructura y función de la biodiversidad, conforme su dinámica natural y evitando al máximo la intervención humana y sus efectos.

Aunque en Colombia se emitió el Decreto Reglamentario 2372 de 2010 (hoy junto a otros, contenido en el Decreto Único Reglamentario 1076 de 2015) es bien importante advertir que estas normas desarrollan el Convenio sobre Diversidad Biológica, aprobado por la Ley 165 de 1994, que dispuso que los estados deben establecer un sistema de áreas protegidas y en ello: elaborar directrices para la selección, establecimiento y la ordenación de las mismas; promover la protección de ecosistemas de hábitats naturales y el mantenimiento de poblaciones viables de especies en sus entornos naturales; promover el desarrollo ambientalmente sostenible en zonas adyacentes a éstas; rehabilitar y restaurar ecosistemas degradados y promover la recuperación de especies amenazadas; armonizar las utilizaciones actuales de la biodiversidad con la conservación y utilización sostenible de sus componentes; establecer la legislación necesaria para la protección de especies y poblaciones amenazadas; respetar y mantener los conocimientos, innovaciones y prácticas de las comunidades indígenas y locales que entrañen estilos tradicionales de vida pertinentes para la conservación y utilización sostenible de la biodiversidad, entre otras.

Estas normas crearon el Sistema Nacional de Áreas Protegidas-SINAP. Este es el conjunto de las áreas protegidas, los actores sociales e institucionales y las estrategias e instrumentos de gestión que las articulan, en pos de la conservación natural del país.

Y finalmente hay que explicar que las áreas del SINAP son 1) Las Áreas Protegidas Públicas (dentro de las cuales están las del Sistema de Parques Nacionales Naturales, las de las Reservas Forestales Protectoras, las de los Parques Naturales Regionales, los Distritos de Manejo Integrado, los Distritos de Conservación de Suelos y las Áreas de Recreación) y 2) Las Áreas Protegidas Privadas, dentro de las cuales sólo están las denominadas Reservas Naturales de la Sociedad Civil.

El SINAP es muy importante para Colombia primero por ser un territorio planetario privilegiado por la biodiversidad, y segundo, porque allí está nuestro ahorro para la vida y el futuro económico sostenible.

Pasión por el Derecho

 Javier de Lucas, docente e investigador de Filosofía del Derecho y Filosofía Política, ha publicado un artículo titulado como aparece arriba, que se puede hallar en 


En él básicamente lo que plantea es que el Derecho, una ciencia que estudia y se enfoca en la sociedad para identificar las causas de sus conflictos también es de paradojas, de tensiones y contradicciones incluso, dice él, hasta incompresibles. De ahí que surjan “pasiones por el Derecho o pasión contra el Derecho”.

El Derecho, como producto humano, histórico, es una creación cultural que no se explica sin la existencia de pasiones: de la venganza y el despecho, a la codicia o los celos, de la envidia a la ira o al afán de gloria, al igual que sucede, sin ir más lejos, con la economía, según nos explicaron aquellos escoceses dieciochescos que, al tiempo que economistas, eran filósofos dedicados al estudio de los sentimientos y pasiones morales.

Convendría comenzar por obviedades, como la que nos recuerda que el del Derecho no es ese mundo frío, artificial, desencarnado, que algunos pretenden. No lo es, porque el Derecho arraiga en los intereses, necesidades, sentimientos y pasiones humanas.
  
El Derecho encuentra su mejor sentido en el marco del proyecto civilizatorio sobre el que cavilaran Platón, Aristóteles y los estoicos: no trata de eliminar las pasiones —una tarea, por lo demás, imposible— sino de someterlas a la razón, mediante hábitos virtuosos. Ese proyecto, recuerdo, encuentra distintas vías civilizatorias. La de la paideia, la buena educación consiste en enseñarlas, aprenderlas y hacerlas propias. La del Derecho, más realista, consiste en proponerlas como normas, esto es, con el refuerzo de la fuerza, la coacción, que permite imponerlas.

El peso de la fuerza que acompaña inexorablemente al Derecho, disminuirá en la medida en que el proceso civilizatorio alcanza lo que llamamos legitimidad democrática del Derecho: es decir, en la medida en que lo que se propone como pautas de comportamiento (hábitos virtuosos) se haya convertido en virtudes cívicas exigibles y aceptables. Eso sucede cuando esto se proponen como pauta a seguir comportamientos que la mayoría acepte, racionalmente, como virtuosos, en el sentido de imprescindibles e incuso deseables para los objetivos de convivencia que se han decidido por común (mayoritario) acuerdo. Pero no desaparece.

E incluso puede retornar con mayor acuidad, haciéndonos sentir que ese Derecho es sólo pasión desbocada, violencia. No olvidemos que, frente a quienes sostienen una caricatura del Derecho y de los juristas, en particular de los jueces, como un mundo frío, ajeno a los sentimientos de la gente común y corriente, alejado de lo que preocupa en la calle, cabría apuntar que, en no pocos casos, podría ser más bien que esas normas y, sobre todo, esas interpretaciones de los juristas que nos chocan, fueran el fruto de intereses, sentimientos y pasiones propios, ajenos a los de la mayoría.

Las pasiones, contra  el Derecho

Hay pasiones por el Derecho y pasiones contra el Derecho. Sin duda, la experiencia del terribile diritto, que dijera Rodotá, genera pasiones negativas frente al Derecho (miedo, desconfianza, e incluso ira antijurídica), aunque en no pocas ocasiones de forma contradictoria, como creo que sucede hoy, tal y como se ejemplifica sobre todo en las redes sociales pero también en no pocos medios de comunicación tradicionales: prensa, radio, televisión.

De un lado, hay que estar ciego para no detectar hoy el crecimiento exponencial de ese anhelo del Derecho que ejemplificaba Shylock: cómo crece sin medida la pasión litigante, cómo florece la pasión legiferante, reglamentista sobre los aspectos más nimios, hasta qué punto bordeamos esa otra pasión de monopolio del Derecho que lleva al extremo del RichterStaat, un gobierno de quienes en puridad no deben ser gobernantes sin guardianes, los jueces, o como la pasión vindicativa propia del justiciero, al que da alas el populismo penal, desarrolla una marea prohibicionista que, a 50 años de mayo del 68 y de su prohibido prohibir, parece querer prohibir y castigar sin descanso.

Al mismo tiempo, asistimos también a un aparente descrédito o desconfianza generalizada sobre el Derecho que generalmente se presenta como miedo ante la fuerza del Derecho, pero que a veces alcanza otro grado, otra pasión: la furia contra el Derecho, al menos contra quienes nos dicen qué es Derecho. Y, entre ellos, abogados y jueces, contra los que nuestro refranero nos previene (“tengas pleitos y los ganes”). Es lo que ejemplifica Shakespeare en boca del carnicero Dick de su Enrique VI: “Let’s skill all the lawyers!”.

Pues bien, creo que hoy abunda otra pasión que, a falta de mayores precisiones, describiría como menosprecio por el Derecho, desde trincheras ideológicas que no son las habituales (las tesis anarquistas, comunistas o libertarias) sino muy otras: por ejemplo, ciertas versiones del nacionalismo, ciertas versiones del feminismo. Pero también desde las alturas —o abismos, quizá— de la ciencia, en particular de parte de un tipo de científicos sociales al alza (mediáticos, digámoslo), a los que no se les cae de la boca la advertencia sobre lo importante que es “la política” y la necesidad de superar el torpe recurso al Derecho y a sus instrumentos, algo secundario, claro. Una displicente actitud a la que no son ajenos no pocos periodistas y comunicadores.

Hablo, por ejemplo, de esos escenarios que dominan escribidores y locutores (me cuesta llamarles periodistas) que jalean el linchamiento de jueces machistas, prevaricadores, corruptos y demás despreciable ralea y que nos explican —desde su contacto privilegiado con la realidad y, al parecer, de su dominio sobre los más recónditos arcanos del Derecho— cuándo tal o cuál comportamiento es ilícito, cuándo es justa o abominable una sentencia (que no acostumbran a leer, ya no digo estudiar, sino que critican en el momento mismo en que se anuncia), todo ello adornado con insólitos conocimientos procesales, que deben sobre todo a gargantas profundas de los pasillos de tribunales, más que a las aburridas y nada glamurosas horas de estudio. Y lo hacen porque saben lo que piensa y quiere como justo la calle, que es algo muy distinto de lo que han secuestrado como justo los clérigos que administran (usurpan) el (verdadero) Derecho.

Aún más preocupante me parece el caso de admirados politólogos que, desde la tribuna de la ciencia (que muchas veces parece más bien púlpito de predicador) nos aleccionan sobre cuándo hay un delito de rebelión, sedición o simplemente una manifestación cívica con algún toque gamberro, a base de lecturas de Wikipedia sobre el Código Penal, como si el Derecho no mereciera mayor atención. Lo hemos visto recientemente en artículos que argumentan sobre la menudencia o aun irrelevancia jurídica y política de las actuaciones del Govern nacionalista de la Generalitat de Catalunya y de su Parlament, frente a la que proclaman única amenaza real para la democracia, la del monstruo del nacionalismo español: todo ello sin haber leído aparentemente una página de las que Kelsen dedica a los coup d’Etat jurídicos en su Teoría pura del Derecho. Parece como si quisieran instruirnos: dejemos esto del Derecho, que al fin y al cabo lo podemos cambiar cuando queramos y vayamos a lo importante.

No me resisto a apuntar, por cierto, que aún estamos esperando que esos gurús nos expliquen cómo se puede hacer política, no ya excelsa sino simplemente civilizada —es decir, algo mejor que la nuda imposición de la voluntad del que más puede—, sin el recurso al Derecho. Y que nos expliquen también dónde quedarían los intereses del común —no digamos de los más vulnerables— si todo fuera negociación (“pónganse a hablar”, conminan esos iluminados), olvidando que, si se trata de negociar sin más, como pregonan, más allá de los tediosas y estériles normas, instituciones, procedimientos y sanciones del artefacto jurídico, la palabra quedaría como atributo exclusivo de los que están de facto en condiciones de hacer o dictar el negocio. Monopolio de una élite que ya no son reyezuelos perezosos y viciosos, ni tampoco juristas entogados, sino elegantes CEO y ejecutivos con más desprecio e ignorancia por las necesidades y preocupaciones del común de los mortales que la que exhibían aquellos déspotas con los que aún quieren asustarnos.

Claro, lo de negociar adquiere un tinte distinto si se trata de negociar bajo el imperio del Derecho (hablo del Estado de Derecho), lo que, por cierto, no tiene nada que ver con esa pretensión —a mi juicio, inaceptable— de “negociemos sin condiciones previas” como, por ejemplo, ha vuelto a enunciar por enésima vez el Sr. Torra en nombre de una Catalunya que dice representar (cuando está enfrentado a la mitad de los catalanes). Eso, a mi juicio, es incitar al enfrentamiento de pasiones, a ver quién resiste y puede más, reafirmándose en las suyas.

Al cabo, sabemos que la pregunta sobre la desaparición de las pasiones, convertidas en normas que sirven para racionalizarlas y obtener acuerdos respetables, tiene una respuesta negativa. Las pasiones siguen ahí, presentes en todos los ciudadanos y más difíciles de someter cuando se trata de quienes tienen poder. También, evidentemente, en los propios juristas, por más que a ellos les exigimos un plus, que está implícito en la iconografía de la justicia: la balanza, el equilibrio, nos habla de esa racionalización de las pasiones, como también la venda que cubre los ojos de la justicia. En caso contrario, la espada con que se adorna nos parecería una exacción y, como planteara San Agustín, no habría al cabo distinción entre el mandato del Derecho y el de una banda de ladrones. La consecuencia es clara: hay que vigilar con mayor atención las pasiones de quienes tienen el poder. No hace falta haber leído a Foucault para llegar a esa conclusión, pero su lectura ayuda a entender de qué poder y de qué justicia debemos hablar.


APUNTES SOBRE DERECHO HUMANO AL AGUA

Por: Álvaro Hernando Cardona González

El derecho al agua potable está reconocido como un derecho humano fundamental por varios tratados internacionales y regionales y en el Derecho interno de algunos estados. Por ejemplo, en el 2003, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU así lo hizo aunque  implícitamente ya lo había sido en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículo 25) y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) de 1966 (artículo 11), cuando tratan del derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado y a la salud. De esa manera, también en el del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 6).

Para la mayoría de los estudiosos, el primer reconocimiento explícito del derecho al agua, a nivel internacional, tuvo lugar durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Agua, realizado en Mar del Plata (Argentina) en el año 1977 cuando se afirmó que “todos los pueblos, sea cual sea su estado de desarrollo y su situación económica y social, tienen dere­cho a un agua potable cuya calidad y cantidad igualen sus necesidades naturales”.

De manera explícita este derecho fue reconocido en la Convención de la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra las Mujeres, en 1979, y en la Convención de los Derechos del Niño en 1989.

A nivel regional, en Latinoamérica, el Protocolo de San Salvador, que completa la Convención Americana de Derechos Humanos, los estados reconocieron que “cada uno tiene derecho de vivir en un medioambiente sano y tener acceso a los servicios públicos de base” (artículo 11, párrafo 1).

Para determinar y ubicar al derecho al agua potable o para consumo humano en Colombia, como un derecho humano fundamental, es necesario partir de la premisa de que, como sucede en otros países, el acceso a ella no solo se logra captándola de sistemas de potabilización, sino accediendo a las fuentes naturales de manera directa. En este último caso, especialmente en el sector rural.

Cambio climático y agua

Álvaro Hernando Cardona González


Hace unos años (2007)  la ONU afirmó que sólo quedaban diez años para que pudiéramos frenar la catástrofe ambiental  y climática que se avecinaba, como consecuencia de las variaciones de la temperatura global del planeta y los efectos que eso trae. Aunque sin duda ya hemos sufrido varias catástrofes por no hacer lo suficiente, por supuesto la humanidad sigue su curso.

Hoy la mayor preocupación radica en el agotamiento del más importante de los recursos: el agua. Colombi, que es hoy la cuarta nación más rica en recurso hídrico en la Tierra después de Canadá, Rusia y Brasil no escapa a las angustias de la población por garantizar más y mayores fuentes de agua consumible. Por ello la necesidad de conocer, aplicar con mayor rigor y seriedad y revisar la normatividad vigente aplicable frente a las necesidades de acceder al agua. Y hoy es más urgente hacerlo, pues además de las tradicionales causas de deterioro del recurso hídrico, tales como la tala indiscriminada de bosques, la colonización desordenada, la urbanización causada por fenómenos de desplazamiento por violencia o fenómenos culturales, el aumento de vertimientos sin control, el aumento de residuos sólidos, entre otros, el crecimiento demográfico acabarán con el mundo civilizado al paso que vamos.

La educación y divulgación sobre la importancia de los recursos naturales y los elementos naturales (como distingue nuestro Código de Recursos Naturales) parece que no ha sido suficiente para lograr reducciones significativas en la demanda irracional del agua, pese a que parezca que ciudades como Bogotá lo vienen haciendo paulatinamente. Por eso hay que implementar otras estrategias.

Algunos han propuesto que se incluya el agua, como recurso natural renovable,   en el mercado y mediante mecanismos de libre oferta y demanda, como en Chile, lo cual es en muchos casos probado que no alcanza su propósito, entre otras razones porque la valoración económica es un grupo de enormes variables.

Es hora de aportar desde todo sector de la sociedad para una solución. Desde el político, desde la escuela, desde la discusión presupuestal, en los púlpitos y en los hogares. Las transformaciones ambientales llegaron y transformarán a toda la humanidad; estos problemas no distinguen entre sur y norte, entre judíos o cristianos o musulmanes. Estos nos afectan a todos. Incluso  esta columna tiene responsabilidades, aunque a veces  ara en el desierto y soporta  la desidia de muchos, que aún leyendo estas líneas no logran concientizarse de que este problema también es de ellos. Nos toca a todos. Es de todos y todos debemos contribuir a solucionar los problemas ambientales mundiales.